Jorge Drexler

Jorge Drexler


En las antípodas de otros cantautores, Drexler podrá servirse de la intuición como el ingenuo salvaje roussoniano; pero sabe música por un tubo –como sabe de otorrinolaringología, y de ser un moro judío criado entre cristianos-, con lo cual parece tocar de memoria y sin un fallo, cuando en realidad domina el contrapunto y la fuga hasta extremos incómodos para quien se ponga a cantar con él, como sin ir más lejos me ocurre a mí, porque distingue entre una nota blanca y una negra a gran distancia, y si no escribe sinfonías es por falta de ganas (momentáneas).

Se mueve en los trinos del tenor aunque puede acercarse a la calidez del barítono, y en la gama de sus vocaciones hallamos un predominio del ritmo latino, sin descartar un gusto por el compás rockero y el vals del country cuando se tercie. Ama la música y es amado por ella, sin incurrir nunca en las plañideras tonadas de Orfeo, ya que en vez de perder a Eurídice conquistó a Leonor, y cuando imaginas que está dando de sí el máximo –digamos de madrugada en la intimidad, adecuadamente estimulado por aceites esenciales y alcaloides- estás en el mayor de los errores. Otro día le ves en directo y compruebas su condición de monstruo escénico, ese tipo de mutante capaz de absorber la libido anónima y devolverla con creces, subiendo y bajando hasta lo inverosímil, hasta hacer de los tiempos un juguete que haga las delicias del espectador.

Lo mismo baila que improvisa, con un raro dominio de la décima, un metro inventado por el malagueño Vicente Espinel en tiempos de Cervantes, que articula casi todos los sones cultivados desde el Río Grande a la Pampa. Me parece que está al comienzo de su vena creativa, sin perjuicio de haber obtenido ya amplios reconocimientos, porque antes de trasponer la cincuentena el artista suele ser un adolescente con mucho ímpetu y no tanta experiencia –de sí y de lo demás-, más parecido al kamikaze que al sabio, y de un sabio en lo suyo como Drexler cabe esperar un montón de imprevistos.

Dejó de operar el oído para acariciarlo con acentos líricos, y no me extrañaría que su canto se prolongue del intimismo a la épica, o sencillamente a dosis todavía mayores de ironía benévola, hecha a celebrar la humilde grandeza de cada ladrillo en el muro del tiempo. Poca cosa se dirían vistos uno a uno, pero no hay otro pilar inconmovible de lo real. Sin perjuicio de escucharle, no se equivoquen: vayan a verle, y entenderán lo que les digo.